¡Venga, vamos, que este verano no pienso pasar el calorazo que sufrí el año pasado! Lo venía diciendo, Clara Reinosa, desde los primeros días de Mayo. Cogió a Juan, su marido, y allá que se fueron a una Agencia de Viajes, que están para lo que están. Ella, hechizada por el colorín de los catálogos, el mar azul, las arenas blancas, los cocoteros tocando el suelo, las habitaciones de los hoteles con gasas por todas partes, de ensueño. Quisieron comprar y los vendedores querían vender. Quince días, trece noches, les aseguraban. Tiró de Visa y le correspondieron con una fotocopia de los seis dígitos del localizador de vuelos, hoteles y extras, ni más letra grande, ni más letra pequeña.
Creyó que en aquel momento comenzaba la cuenta atrás hacia la magia del destino y vaya si se equivocó. Desde que salió de la agencia de viajes, inició el calvario de las colas, colas para todo, en el origen, en el camino y en la llegada.
Los primeros litros de paciencia, los consumió tramitando los pasaportes. A Clara se le había olvidado que la relación Verano, Pasaporte y Valencia, siempre da como resultado, colas, tumultos y más colas.
Le habían dicho a Clara que estuviera en el aeropuerto dos horas antes de la salida. Y estuvo. Le cambiaron los códigos por documentos de verdad. Tampoco apareció la letra pequeña, pero si un repentino retraso de ocho horas. ¡Cosas de los vuelos charter, señora! le dijeron. Clara sintió que le habían cambiado ocho horas en playas paradisíacas por ocho horas en incomodas sillas en Manises. Ocho calurosas horas en las que Clara, en el recinto de “Salidas”, comprobó los abusivos precios allí galopantes, botellitas de agua, bocadillos de tortilla sosa, cafés de calcetín a precios de horchata en
Fernando Martínez Castellano 25 Julio 2007
Publicado en Las Provincias 27 Julio 2007
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