Desde las últimas horas del martes pasado, ando
aun más desconcertado de lo que suelo hacerlo en los últimos tiempos.
A las
nueve de la noche, con la colaboración de mi televisor y mi languidez, era
noche de languideces, con el mando a distancia, penetré en el túnel del tiempo.
A poco de escuchar a José María Aznar, se fueron por los suelos todos los planes que tenía preparados para las próximas semanas.
No es que me impresionasen sus palabras, no dijo
nada que no supiésemos y sufriésemos más de la mitad de la población española.
Dado
que Aznar pasa tanto tiempo fuera de España, lo dijo él, quizás por eso, no se
había enterado de lo fastidiado que está el asunto. A mí, más que las palabras
de Aznar, me acongojaron sus gestos, no me acabo de acostumbrar a su extraña
sonrisa, ni tampoco me ha habituado a su singular arqueo de cejas mientras encoje
para adentro las mejillas, no sé si el expresidente imita al terrorífico Jack
Nicholson de El resplandor, o es por lo que le cambia a uno la tele.
Pero a lo que íbamos, al escuchar que el regalo de
treinta y tantos miles de euros, que le hizo Correa, el capo di capi de
Gürtell, a Alejandro Agag, su yerno, el de Aznar, era un obsequio de lo más
normalito que se podía hacer, en ese mismo momento, se me cortó la digestión y
eso que ceno poquito.
A partir de aquellas palabras, para mi, ya podía decir el
ex lo que quisiera, que lo hizo, y yo en justa correspondencia, no atender
nada, que también lo hice.
Menudo sofoco, yo, queriendo, no le puedo hacer
un regalo “así de normal” a Rocío, e imagino que otros invitados, a su boda, estarán igual.
Tampoco puedo regalar en especies como hizo Correa. No le puedo montar la iluminación
del evento, porque no me dedico a eso, todo lo más, una tertulia o una
columnita.
Y es que está claro, algunos volaron tan alto,
tuvieron tantos aires imperiales, miraron tanto por encima del hombro, les dio
tanto el sol en la cabeza que aquellos si que se desnortaron, de tal modo que
confundieron los productos de los saqueos a lo público con lo normal.
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